La música es personal y universal

May 7, 2021

En la escuela secundaria tuve un amigo que decía: “¿No sería genial si nuestras vidas tuvieran una banda sonora y pudiéramos oírla?” De esa manera siempre sabríamos lo que nos espera. Música de suspenso, música ominosa, música alegre, música dolorosa, música heroica —todas éstas nos alertarían sobre lo que está a la vuelta de la esquina y nos acompañarían en nuestro camino. Hay algo intrigante en esa idea. Y podría funcionar si su banda sonora fuera la única, y todos y todo lo demás sólo fueran el elenco de apoyo en su musical.

Pero Dios no nos creó de esa manera. No somos vidas solitarias en un escenario aislado. Dios nos creó mediante el amor y para el amor. Estábamos destinados a estar juntos. La Trinidad es una relación y Dios nos acoge en esa santa compañía.

Como el amor de Dios, la música es profundamente personal, pues suena profundamente dentro del alma de un individuo, y al mismo tiempo universal, pues resuena en toda una comunidad. Como el amor de Dios, la música nos canta en toda nuestra maravillosa diversidad. Así como la belleza de la creación es evidente no en monocromo sino en Technicolor, también la música debe ser polifónica. Por eso es que tenemos una variedad de recursos de adoración que incluyen una variedad de estilos musicales de muchas culturas y en muchos idiomas.

Uno de los grandes daños causados por los misioneros occidentales fue equiparar la adoración apropiada, aceptable y agradable de Dios con la música occidental, el vestido e incluso la instrumentación. El problema no era la introducción de su música. El problema fue la sustitución de la expresión autóctona por la música occidental y el haber etiquetado la música autóctona, el idioma, la danza y el vestido como paganos e incluso peor.

Uno de mis mayores honores de esta llamada fue que me pidieran predicar el Domingo de Pascua en una iglesia luterana en la provincia de Yunnan, China. Los caracteres chinos que expresan “luterano” en realidad significan “iglesia de la justificación”. En aquella mañana de Pascua, en lo alto de las montañas, cantamos nuestra alabanza y agradecimiento a Dios por la victoria de la resurrección. Éste era el pueblo Lisu. Ellos son una minoría étnica que fue expulsada de los fértiles valles por el pueblo Han.

Luego llegaron los misioneros. Como iglesia de la justificación, creemos y enseñamos que el Evangelio es el mensaje de redención, reconciliación y liberación para todas las personas. En cambio, los misioneros occidentales quitaron la música y la cultura del pueblo Lisu. Un anciano de la comunidad nos explicó que aquel servicio sería la primera vez en un siglo que el pueblo Lisu adoraba a Dios con su propia música, sus propios instrumentos, con su propia danza, con su propia ropa tradicional.

Yo no entendía el idioma (los sermones podían demorar tres veces más —predicaba en inglés, una segunda persona traducía al mandarín, y luego a una tercera persona traducía al Lisu) y la música no resonaba conmigo al principio, pero reconocía el canto. Era el canto de resurrección. El estilo era único del pueblo Lisu, pero la música era universal.

Martín Lutero, músico y escritor de himnos, quería que su pueblo escuchara el mensaje universal del Evangelio en su propio idioma. Los luteranos nos enorgullecemos mucho de la traducción de la Biblia hecha por Lutero a la lengua vernácula. ¿Cómo es que no estamos tan listos para escuchar el Evangelio en el vernáculo musical de las mil lenguas que cantan la alabanza de nuestro gran Redentor? La música, en todas sus formas, canta para nosotros incluso cuando no podemos encontrar las palabras. Me gusta pensar que, cuando el Espíritu intercede por nosotros con suspiros demasiado profundos para las palabras, el Espíritu está cantando y, en esa melodía distante, más allá de nuestra comprensión, nuestro anhelo y el amor de Dios se encuentran.

Mi vida fluye en una canción sin fin; por encima de la lamentación de la tierra

capto el dulce, aunque lejano himno

que saluda a una nueva creación.

Ninguna tormenta puede sacudir mi suprema calma mientras me esté aferrando a esa roca. Puesto que Cristo es Señor del cielo y de la tierra, ¿cómo puedo evitar cantar? (ELW, 763).

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